Los pájaros del Casupo
Por: Benny Tecuento
En las afueras de la ciudad de Valencia, Venezuela, Pedro, un padre cariñoso, decidió llevar a su hijo Andrés de 12 años a dar un paseo por el río Casupo. El sol brillaba intensamente y el agua clara del río reflejaba los rayos dorados mientras los pájaros, como azulejos, arrendajos, loros y guacamayos, revoloteaban alegremente en el cielo.
Al acercarse al río, algo extraordinario ocurrió: los árboles comenzaron a susurrar suavemente. «¡Hola, Pedro! ¡Hola, Andrés!» decían en un coro melodioso. Las hojas danzaban al ritmo del viento, como si estuvieran saludando a los dos amigos.
«¿Escuchas eso, papi?» preguntó Andrés con asombro. «Los árboles nos están hablando.»
Pedro sonrió y asintió. En ese momento, las flores que adornaban la orilla también comenzaron a saludarles. «¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos!» exclamaban con sus colores vibrantes y fragancias dulces. Era como si todo el entorno estuviera lleno de vida y alegría.
Mientras caminaban junto al río, el agua comenzó a cantar una suave melodía. «Soy el río Cantarín,» murmuró el agua. «Fluyo para alegrar sus corazones y recordarles la belleza de la naturaleza.» Las piedras en el lecho del río brillaban con destellos dorados, como si estuvieran encantadas por la música del agua.
Pedro recordó su propia infancia y propuso emocionado: «¡Andrés, vamos a lanzar piedras a los pájaros! Es divertido ver cómo vuelan asustados.»
Sin embargo, Andrés lo miró con seriedad y le respondió: «Papá, eso no es correcto. Los pájaros son seres vivos y merecen nuestro respeto.»
La discusión entre padre e hijo se intensificó. Pedro argumentaba que era solo un juego inocente, mientras que Andrés defendía su postura con firmeza y compasión. Sin embargo, mientras hablaban, los árboles movieron sus ramas suavemente como si intentaran calmar la tensión entre ellos.
De repente, un grupo de azulejos se posó cerca de ellos. Andrés se acercó lentamente y extendió su mano; uno de los azulejos se posó en su dedo y lo miró con curiosidad. «¡Mira papá! Son criaturas hermosas. No podemos hacerles daño», dijo Andrés con una mezcla de asombro y ternura.
Pedro observó cómo su hijo acariciaba suavemente al pájaro y sintió que algo cambiaba dentro de él. En ese instante comprendió que había más alegría en apreciar la vida que en asustarla.
«Tienes razón, Andrés», admitió Pedro con sinceridad. «Los animales merecen nuestro respeto y cuidado. Gracias por ayudarme a ver las cosas desde otra perspectiva.»
Andrés sonrió al escuchar a su padre reconocer su punto de vista. Juntos decidieron seguir explorando el área sin perturbar a las aves. Mientras caminaban, compartieron risas y disfrutaron del canto alegre de los loros que llenaba el aire.
Al llegar a casa, Pedro abrazó a Andrés y le dijo con gratitud: «Hoy aprendí una lección valiosa gracias a ti. La humanidad nos enseña a cuidar y respetar a todos los seres vivos.»
La moraleja de esta historia es que la empatía y el respeto hacia todas las formas de vida nos enriquecen como seres humanos. Escuchar las voces de aquellos que nos rodean puede guiarnos hacia un camino de comprensión y amor hacia nuestro entorno.
Fin.